Hace once años –aún no había terminado yo la carrera de Periodismo– la
Asociación de Escritores y Artistas Españoles (AEAE), a la que entonces yo pertenecía, puso en marcha o, mejor dicho, recuperó de las telarañas del olvido, un boletín o revistita interna llamada
Mirador de Leganitos en la que desde el primer momento fui invitada a participar por el entonces presidente de la institución,
José Gerardo Manrique de Lara.
Recuerdo que para el primer número el director de la revista (y de la Asociación), José López Martínez, quería que sacásemos una entrevista a Miguel Delibes, que acababa de publicar El hereje. “¿Te atreves a encargarte tú?”, me preguntó López Martínez, y yo, llena de ilusión por la posibilidad de contactar el maestro Delibes (aún cuando ya me habían advertido que sería muy difícil que pudiera visitarle personalmente), acepté ilusionada el encargo.Estábamos en los albores del verano. La Asociación me facilitó un teléfono de contacto en Madrid, a través del cual pude hablar con algún miembro de la familia del escritor que me comunicó que
Don Miguel ya se había retirado a descansar a su casa de Sedano, en Valladolid, donde pasaría varios meses. Allí, según me informaron, no había posibilidad de contactar con Delibes por teléfono, así que me recomendaron que le escribiera una carta con el cuestionario de mi entrevista, advirtiéndome de antemano que existía la posibilidad de que el escritor no me respondiera, no por falta de consideración, sino porque se encontraba muy cansado y delicado de salud, y cada vez le interesaba menos la vida pública.
De forma paralela, para facilitarme el contacto con el maestro, José López Martínez le escribió una nota en nombre de la AEAE rogándole que colaborase conmigo. Esa nota, que evidentemente llegó a Sedano antes que mi carta, recibió una inmediata y escueta respuesta en la que Delibes se excusaba diciendo que desde hacía tiempo no atendía entrevistas por carta, ya que le resultaba muy trabajoso. Pero yo no tuve noticia de eso hasta septiembre cuando, después de las vacaciones, hablé con el presidente de la AEAE y este se mostró sumamente sorprendido de que yo hubiera podido cumplir con mi encargo. Y es que, de hecho, un par de semanas después de enviar mi misiva, recibí una de las cartas que más ilusión me han hecho en toda mi vida: el sobre no llevaba remitente, pero el matasellos delataba su origen.
Y dentro, como un tesoro, una sencilla tarjeta y dos cuartillas escritas con rotulador azul en las que, con una caligrafía casi indescifrable, el autor de Los santos inocentes respondía a mis preguntas de forma concisa pero con gran interés y agudeza, y hasta recogía mi invitación a autorretratarse en una caricatura, con dos dibujos que iluminaban la carta en un brillante color rojo.
Cuando ayer me enteré de la muerte de Miguel Delibes no sólo sentí, como mucha gente, que la literatura en Español acaba de perder uno de sus grandes nombres, injustamente tratado –en mi opinión– por la crítica internacional, sino que recordé esa carta que guardo bien preservada en un álbum junto a otras notas manuscritas de escritores como Rafael Morales, Sánchez Dragó, Manu Leguineche o Antonio Colinas. Ninguna de esas otras cartas es para mí tan querida y especial. Al posar mis ojos de nuevo sobre el papel de tono ahuesado y recorrer los remolinos de ese fino arroyo de tinta azul, pienso en la mano sarmentosa de Delibes trazando con su sempiterno
pilot estas palabras dirigidas a mí, y me digo que el pulso que reunió el pensamiento en letras y palabras fue el mismo pulso cargado de años y de lucidez con el que, poco antes, Miguel Delibes, había terminado de escribir las maravillosas páginas de
El hereje; que esa es la misma caligrafía con la que el más célebre autor vallisoletano afirmó sin lugar a dudas que
La sombra del ciprés es alargada y nos llevó por
El camino de la buena literatura cuando aún estábamos en el colegio.
Quiero compartir desde aquí ese manuscrito y la entrevista que salió publicada en noviembre de 1999, en el Número 1 del Año Cero de
Mirador de Leganitos.