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He de reconocer que, por mucho tiempo que lleve involucrada en el mundo de la cultura, siempre me sorprenderán los grandes movimientos de masas que una buena campaña de marketing llega a producir entorno a fenómenos que, normalmente, sólo convocan a un puñado de “enteradillos” y “culturetas”. Uno de los ejemplos más claros de esto es, sin duda alguna, La Noche en Blanco, que el sábado pasado consiguió abarrotar las calles de Madrid con más de un millón de almas que –para gozo de Gallardón– deambulaban ávidas de toparse con los gigantes patitos de goma de dEmo, o con la pirotecnia conceptual de artistas y colectivos como Lang/Baumann, Giancarlo Neri o Teresa Sapey, cuyas instalaciones, en cualquier otro contexto, les hubieran parecido cuando menos desconcertantes. La danza, la música y hasta el funambulismo truncado por el viento que no quiso perdonar a una luna espléndida y satisfecha, desplegaban su efecto hipnótico y aquellos que en circunstancias normales no habrían intentado entender, se arremolinaban plano en mano escudriñando el mar de cabezas tratando de localizar aquello que se recomendaba en el programa, mostrando su asombro y tratando de contener el interrogante que a alguno, sin embargo, se le escapaba sin remedio: “y ¿esto qué significa?” Otros, más acostumbrados a la dinámica de los nuevos movimientos creativos, nos quedábamos con la imagen de miles de personas aceptando lo que de natural rechazan con un categórico “no entiendo” y nos preguntábamos por qué no sienten la misma curiosidad y deseo de participar durante el resto del año, cuando las propuestas llegan en dosis más ajustadas a una posología saludable. “Es imposible verlo todo en La Noche en Blanco”, nos decíamos los unos a los otros (yo la primera, lo confieso), como si en realidad alguna vez hubiéramos sido capaces de abarcar toda la oferta cultural que una ciudad como Madrid extiende a lo largo del año y a lo ancho de sus museos, galerías, cines, teatros y espacios alternativos.
Por tercer año consecutivo los madrileños hemos “demostrado” que nos va la cultura lanzándonos como locos a la calle cuando se supone que debemos hacerlo porque así nos lo han dicho, aunque de ese millón de personas que el sábado se
"blanquearon" (usando un término acuñado Jesús Moreno en un gran artículo publicado en
Nexo5) más de la mitad lo hicieran sólo “por ver el ambiente” y otros tantos porque “había que estar allí”. El resto, los que se congregaron en los espacios alternativos y vivieron desde dentro las propuestas más transgresoras y auténticas, fueron los mismos que de costumbre llenan las jam sessión del Bukowski, acuden a la filmoteca o se dejan ver por las galerías de arte contemporáneo de última generación. Y si no que se lo pregunten a mi amigo
Cena, que año tras año es fiel a su cita con la poesía en La Noche en Blanco de igual modo que lo es durante el resto de noches, ya sea en público o en privado.
Yo, que vivo a cincuenta kilómetros de la capital, pasé la primera Noche Blanca (así se llamó en esa convocatoria primigenia) metida en un enorme atasco, tratando de deshacerme del coche con el que inevitablemente tendría después que regresar a mi casa. Escarmentada de mi error, el segundo año decidí no tener esperanzas de regreso hasta que los cercanías volvieran a ponerse en marcha, por lo que el coche no fue un estorbo y pude participar en un largo recital colectivo al que me habían convocado y que estaba fuera del programa oficial, así que ni siquiera hice el mínimo esfuerzo por intentar atrapar alguna de las propuestas institucionales.
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En esta tercera edición, sin compromisos fijados de antemano, tuve el gusto de sumarme a la masa que vagaba sin rumbo fijo, un tanto aturdida por no saber a qué atender primero, llegando siempre tarde o demasiado pronto a los espectáculos activos y deteniéndome algo más en los proyectos de arte urbano, como el “Perpetual (Tropical) Sunshine” de la plaza de Vázquez de Mella. Pero lo que verdaderamente salvó mi noche de estar total y literalmente en blanco fue que tuve la suerte de contarme entre el poco más de un centenar de personas que pudieron presenciar la intensa performance Anfaegtelse
de
Angélica Liddell, en el DT Espacio Escénico. Una reflexión sobre la angustia del amor como conflicto y la desesperación nacida de la violencia en la que, como siempre, la Liddell fue capaz de estar a la altura de sí misma y dejó al público un regalo de incomodidad fabricado a partir del propio sufrimiento al que esta artista que lo es en todos los sentidos, se entregó durante cuatro agotadores pases.
De toda La Noche en Blanco me quedo, personalmente, con el sonido del carbón ennegreciendo los pálidos tobillos manchados de sangre de un personaje completamente desgarrado.