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Confieso que el entusiasmo que despierta en mí este músico se debe fundamentalmente a Pedro, que desde hace muchos años admira su destreza técnica, su pasión y su forma de hacer llegar a todo el mundo lo que de manera un poco petulante algunos denominan como “música culta”. Malikian no es sólo un maestro del violín que con doce años ya ofrecía complejos recitales, sino un showman en toda regla que se entrega sobre el escenario y contacta fuertemente con el público, porque disfruta con lo que hace de tal manera que con cada nota que arranca de su instrumento –al que ataca con un arco atormentado– genera una especie de electricidad que trasciende lo musical y llega directamente al corazón en un sentido más físico que romántico.
Ya sea interpretando a Sarasate en solitario –acompañado únicamente por un piano– con una intensa y ardiente demostración de virtuosismo; o haciendo piruetas, muecas y pasos casi acrobáticos junto a otros músicos frente a una escenografía colorista, para acercar a los niños sus primeras Cuatro Estaciones de Vivaldi, Malikian hace de su personal modo tocar una garantía de éxito y logra sinceras ovaciones de plateas siempre abarrotadas.
Con PaGAGnini la locura de Ara alcanza cotas inesperadas, gracias a la compañía de otros tres músicos —Thomas Potiron, Eduardo Ortega y Gartxot— que no se quedan a la zaga de su capacidad para tocar de forma prodigiosa mientras coreografían, literalmente, cada una de las piezas. ¿Acaso es sencillo pasar de Boccherini al country sin solución de continuidad entre contorsiones, guiños gestuales y carreras por las tablas? Blues, tango, aires flamencos, y rock, unidos con humor a Sarasate, a Mozart, a Falla y a Vivaldi. De los Caprichos de Paganini a la Vida Alegre, llegando incluso a parodiar de forma inteligente la música contemporánea con una pieza para sexteto inventada por ellos y para la que requirieron la participación de dos espectadores elegidos entre bromas musicales, cuya labor era puntualizar los lamentos de los tres violines y del violoncelo con el clamor de un cencerro y el chillido de un patito de goma.
Para participar en ese número los músicos escogieron deliberadamente a una chica que a partir de entonces se convirtió en el objeto de los delirios amorosos de uno de los intérpretes (Thomas Potiron) que, entre pieza y pieza le gritaba declaraciones de amor en francés, hasta que se arrancó a cantar “La Javanaise” de Serge Gainsbourg, primero en solitario y luego arropado por el resto del grupo.
En resumen, un desconcierto —así lo llaman ellos mismos— que en algunos momentos
como en la interpretación que Eduardo Ortega hizo del Canon de Pachelbel con un violín eléctrico ––en la que por obra y gracia de los pedales y las distorsiones fue capaz, él solo de mezclarlo con trozos de "With or without you” de U2–, llegó a parecerse, por al despliegue de un buen concierto de rock.
Sin duda, lo recomiendo a todo el mundo.