Ya estoy de vuelta. He regresado a esta casa de palabras tras un pequeño exilio de ocho días que me ha tenido alejada de vosotros, mis queridos elefantes, y ahora me enfrento a la difícil tarea de abrir la maleta de mi corazón y encontrar un lugar para todas las cosas valiosas que traigo en ella.
¿Cómo escribir aquí todo lo que he vivido en estos días? Los recuerdos se agolpan, desbordan mis sueños y se precipitan en millones de pequeñas historias que merecen ser contadas con detalle. Después de pasar más de 80 horas encerrada en una caja transparente en medio de una transitada plaza de Sevilla, y de los tres días posteriores en los que, además de ser testigo del gran acontecimiento cultural que ha supuesto el II Festival Internacional de Perfopoesía de Sevilla, he recibido las más bellas muestras de cariño de cuantos contribuyeron a mi liberación e incluso de quienes sólo conocieron de oídas cuanto aconteció entre esas cinco paredes de metacrilato, me cuesta condensar en esta modesta bitácora lo que para mí ha sido, hasta ahora, la experiencia más dura y más intensa que jamás he vivido y al mismo tiempo, también una de las más hermosas.
Puede que por eso lo primero que he hecho antes de empezar a pulsar las blandas teclas del ordenador confiando en que su suave música y su rastro sobre la pantalla me inspiraran, ha sido ponerme a ver, por primera vez, algunas de las fotografías que me fueron tomadas durante la performance. Sólo algunas, porque han sido millones los flashes que contra mí se dirigieron en esos cuatro días en los que me transformé en una especie de bestia enjaulada, en una atracción de circo, o en lo más parecido a un oso panda: la atracción principal de un zoológico de provincias.
Los datos
El lunes día 16 de febrero de 2009, a las once de la mañana, me introduje en una caja de dos metros de largo por tres de ancho y algo más de dos metros de alto, formada por cuatro paredes y un techo de metacrilato de tres centímetros de espesor, y colocada sobre un suelo de palés forrado con moqueta amarilla, cerca de la entrada sur de la Alameda de Hércules, en pleno corazón de Sevilla. Mi entrada se produjo a través de una trampilla de unos 40 por 40 centímetros practicada en la parte superior de esta habitación transparente. Conmigo entraron en la caja un saco de dormir, una esterilla, un taburete plegable de tres patas, una lámpara eléctrica, varias capas de ropa de abrigo para quitar y poner –que me permitieran sobrellevar los momentos de frío y de calor–, y una bolsa de aseo personal con toallitas húmedas, desodorante y “jabón” de acampada, que es en verdad una especie de desinfectante a base de alcohol que no necesita ser aclarado con agua.
Salí de mi encierro el jueves día 19, cerca ya de las nueve de la noche, trepando por una pirámide de libros. Entre esos dos instantes transcurrieron más de 5.000 volúmenes que varios centenares de personas introdujeron en la urna en la que yo habitaba a través de una abertura de unos 20 por 40 centímetros, practicada en una de las paredes, que era, al mismo tiempo, la puerta de acceso a la bebida y alimentos que los propios ciudadanos me traían y el único lugar que me permitía hablar con ellos, razón por la que yo le di el nombre de “el locutorio”.
Pero además de eso, también se sucedieron frías noches pobladas de luces y de ruidos en la soledad de una burbuja que entonces parecía una casa sin paredes. Millones de ojos mirándome comer, y dormir, y desaparecer en el reducido espacio de un retrete que, además de contener un váter químico para mis inevitables necesidades fisiológicas, constituía mi único reducto de privacidad y la única sombra que se apiadaba de mí en las largas horas de sol que elevaban la temperatura del habitáculo a casi 45 grados entre las doce y las cinco de la tarde. Las manos negras y los pies agrietados por el polvo y el papel de los libros; las tablas duras y el dolor en el cuerpo; el entumecimiento de las piernas; el miedo algunas veces; las ganas de correr; la claustrofobia; y esa soledad extraña que sucede cuando, en medio de un mundo bullicioso, acariciada por la bondad de muchos gestos de cariño, deseaba que alguien me abrazara, darle un beso a mi esposo, sentir el aire fresco…
El vecindario
Con todo, cuando cierro los ojos y pienso en lo ocurrido, nada de todo eso se me viene a la mente y sólo soy capaz de recordar los nombres y los rostros de cuantos me regalaron algún gesto sencillo que me dio la energía para sobrevivir y superar la prueba.
Recuerdo a Pablo, el vagabundo, que me trajo la primera comida y me visitó cada día de los que fui prisionera de mí misma, me contó el cuento del pastor y la luna, me regaló el Himno a la Alegría con su armónica y hasta me trajo un libro para ayudarme a alcanzar la libertad.
Y a aquel amable jubilado llamado Antonio –después supe que también era poeta– que, viendo mi caja vacía, se propuso rescatarme él solito, y me trajo los Episodios Nacionales de Galdós en repetidos viajes, acarreando un par de bolsas con cuatro grandes tomos cada vez, porque era una pesada edición de lujo.
A Valentina, la italiana de la bicicleta, que cada tarde me hacía compañía con una brillante sonrisa y documentaba con su cámara de fotos la evolución del monte de palabras; y a aquella niña que me traía palmeras de chocolate para merendar; a un chico llamado Manuel, que me dio ánimos en el momento de más calor y me trajo la primera coca-cola, además de un bocadillo; y a un muchacho en bicicleta –me parece que se llamaba Fran– que me trajo el primer desayuno de parte de un amigo, quien más tarde vino a saludarme y cuyo nombre, creo recordar, era Alejandro.
A Nacho, Mario y todos los chicos del restaurante Al Solito Posto, que parecían querer que no cupiera por la trampilla de salida, a base de traerme comidas y cenas deliciosas y calientes que nunca hubiera imaginado disfrutar en semejante situación; y a Capuchino, que además de contribuir a esa labor, me prestó la música de su MP4, para que pudiera dormir acompañada.
En mis sueños recreo la visita de Lola, ya de noche, recordándome que a aquella caja le faltaba un vals. Y su regreso por la mañana, acompañada por un tropel de chicos y chicas del colegio Safa, que me leyeron versos de Alejandra Pizarnik, Rubén Darío y Blas de Otero. Con Lola –a la que conocí en mi “prisión” y espero volver a ver alguna vez– llegó también un ángel: una joven flautista llamada Clara, que llenó mi despertar de alegría y mis ojos de lágrimas tocando al otro lado del cristal el Vals nº 2 de Shostakovich, ¿os suena? ¡Mi vals! ¡Mi queridísimo vals allí, en Sevilla!, sonando para mí a las ocho de la mañana, al otro lado de una gruesa pared de plástico transparente.
Otro tropel de pequeñas manos se alzó hasta el "locutorio" una mañana en la que recibí la visita de una clase entera del antiguo colegio Padre Manjón. ¿Existe algo más hermoso que un montón de niños implicándose en una acción de arte? Sí: un montón de niños haciendo posible que otros niños, que viven muy lejos, tengan acceso a la lectura.
Tampoco podré olvidar a Miguel, el joven que rescató una silla mutilada; ni a esa pequeña corte de los milagros compuesta por un montón de personajes solitarios que encontraron en mi casa sin párpados un lugar en el que depositar sus esperanzas. Porque, de alguna forma, yo era su esperanza y mi libertad abrigaba la posibilidad de la suya.
Mi gesto de gratitud se extendería casi al infinito si tuviera que enumerar las manos que me trajeron sombra y bebida –además de la que me daba Pedro, que cada día me cambiaba el agua como a un hámster–. No cabrían aquí los rostros de cuantos pusieron su granito de arena en la obra, convirtiéndose en libertadores y al mismo tiempo en artistas, y, aunque fuera capaz de recordar los nombres, tampoco habría espacio para todos ellos. Por favor, que nadie se me enfade por no ser mencionado, guardo espacio para cada uno en algún rincón de mi memoria.
Deuda de gratitud
Sin embargo sí debo dar las gracias públicamente y de todo corazón a Antonio García Villarán y Nuria Mezquita, que un día soñaron con convertir Sevilla en la capital de la poesía escénica y lo han conseguido a base de muchísimo esfuerzo y sacrificio. A ellos les conté la idea de esta actuación un calurosísimo día de mayo de hace dos años, mientras tomábamos algo antes de ir a la Feria del Libro. Por aquel entonces yo dudaba que hubiera alguien tan loco como para apostar por mi locura, y expresé en voz alta mi certeza de que sería muy difícil llevar a la práctica “La habitación transparente”. Me equivocaba. Ellos sí están lo suficientemente locos o lo suficientemente cuerdos. Mi reconocimiento también a Pedro Miño, director general de Juventud y Deportes del Ayuntamiento de Sevilla, sin cuyo respaldo nada de esto hubiera sido posible.
Este año, además, he tenido el privilegio –sólo así puedo definirlo- de conocer a Elia Gan, una excelente profesional, incansable, perfeccionista y todoterreno que, además, es una bellísima persona. Ella fue quien se encargó de conseguir que la caja transparente ocupara su lugar en la Alameda de Hércules y, después, se preocupó por mí como una madre. Su amistad es uno de los mejores regalos que me llevo de este Festival.
Y, por supuesto, gracias también a Ana Arcas, que es una artista con mayúsculas; a la dulce Laura Rosal, que se multiplicó para estar en todos lados con su cámara certera; a Antonio (¡imprescindible!), Mar, Luci y Laura; a Javi Gato que se curó para poder arrojarme los primeros libros; a Sicu, que me hizo mucha compañía; a Jesús Vega (Yellow Ping) por sus inigualables vídeos; y a Lucía Cobos y Nuria Lupiáñez de Edere Comunicación, que se encargaron de dar proyección pública al Festival.
No quiero olvidarme de los vigilantes Luis y Paco, que velaron mis sueños, ni del oficial Juan Vargas, que puso todo su esfuerzo para protegerme.
Tampoco de Luis Pino quien, tras la pared invisible, conoció otro lado de mi creatividad. Él construyó un importante peldaño de mi escalera enviando dos cajas de libros en nombre de Algaida Editores, la única editorial que hizo una aportación al proyecto que, como ya sabéis, tenía además una finalidad solidaria, pues los libros recogidos serán enviados a los campos de refugiados del Sahara Occidental.
Además he de dar las gracias a la empresa Tepolac, que construyó sólidamente la “casa de cristal” en la que viví esos cuatro días tan intensos.
Work in progress
Tras salir de mi pecera, arropada por la impresionante presencia del dios Ganesh y por los cientos de personas que siguieron la cabalgata al ritmo de la batucada y los danzantes, se apoderó de mí una especie de Síndrome de Estocolmo que hacía que mis ojos se volvieran constantemente hacia aquel habitáculo que había sido mi hogar durante tantas horas.
En medio de la Alameda, la caja, vacía ya de mí, continuaba llenándose de letras en una marea constante de pasos que se acercaban a depositar allí sus libros. Lo que otrora fuera la herramienta fundamental de mi acción, se convirtió en una instalación en marcha, en lo que los del mundillo del arte llamamos “work in progress”. Su fisonomía cambiante no sólo era el testigo de lo que allí había ocurrido, sino que adquiría el valor de una obra de arte colectiva que, a día de hoy, imagino, ya habrá sido desmantelada. Es el fin natural de aquello que ha nacido como efímero. Pero queda la documentación y, a todos los que contribuyeron a crear esa pieza les quedará su propia visión de los hechos: para algunos el gesto solidario, para otros la oportunidad de hacer limpieza en sus estanterías, unos pocos sentirán que ayudaron a salvar a una persona, y algunos se darán cuenta de que su gesto les convirtió en artistas. Ese es el prodigio, a mi modo de ver, del arte de nuestro tiempo.
Esta noche he soñado que dormía sobre un colchón de libros y al despertar no sabía dónde estaba.
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P.D.: Queridos Julián y Jesús, acabo de leer vuestra crónica/reportaje en Nexo.5 y sólo puedo responder con un gran aplauso; me habéis dejado sin palabras. Nuria, Sonia, me encantó vuestra visita, aunque no llegárais a tiempo para lanzarme un libro; Sevilla se iluminó con vuestros pasos.
GALERÍA DE FOTOS
PRIMER DÍA DE ENCIERRO
SEGUNDO DÍA DE ENCIERRO
TERCER DÍA DE ENCIERRO
En sucesivas entregas iré reuniendo aquí algunos de los vídeos que fueron grabados durante esta actuación.