jueves, 14 de noviembre de 2013

La mirada es un ala (conspiración poética)

Todo empezó con una adiestradora de caracoles invisibles llena de pájaros en la cabeza (es decir, con una escritora que tiene el mismo ADN poético que yo) y un jardinero de árboles huérfanos que, alentados por la idea que había sembrado en sus inquietas almas un pintor especializado en alas y cicatrices, conspiraron. Conspiraron primero a solas en su oficina nocturna rodeados por el bullicio de la Alameda de Hércules en una primaveral noche de noviembre. Después atraparon en su conspiración a esta domadora de elefantes que casualmente estaba por esas tierras sevillanas de visita, persiguiendo, junto a otros poetas, los rastros de Cernuda en las calles y paredes de la ciudad.

No les resultó difícil atraparla porque tenían el cebo perfecto, la droga preferida de esta que os escribe: ARTE Y POESÍA. Más concretamente, la tentaron con eso a lo que sabían que ella jamás diría que no: la posibilidad de hacer un recital, un improvisado recital, en un espacio rodeado de cuadros abstractos, invitando a amigas y amigos a los que ella deseaba ver y saludar y abrazar. ¿Cómo resistirse a eso?

Así que el jardinero de árboles huérfanos y la adiestradora de caracoles aparicios (que aparecen y desaparecen) se llevaron a esta poeta visitante, entusiasmada, constipada, medio afónica, ilusionada y feliz a su siguiente sede. Bendito despacho de horas intempestivas donde, a eso de las tres de la mañana, tomando infusiones (que en otros locales nos habían negado) y agua caliente con limones flotando, nos planteamos cómo convocar, a eso de las diez de la mañana, para un acto que se celebraría esa misma tarde. Había posibilidades de que nos encontrásemos los tres solos recitando, pero eso no importaba nada, tendríamos poesía, arte y un espacio pequeño pero fantástico en el Pasaje Mallol, ¡qué más podíamos pedir!

Lola Crespo, maquinando algo

Aure Gallego, trazando el plan
 Como resultado de aquella fabulación insomne, a la tarde siguiente me encontré recitando en una pequeña galería de cuyos muros colgaban los cuadros de Jorge Mejías y en la que un perchero de árbol con genética claramente surrealista, daban frutos con forma de trompeta.

Gracia Iglesias, recogiendo el fruto (en sus labios afónico)
de un perchero surrealista
Lola Crespo, con su cálida voz, ejerció de maestra de ceremonias abriendo la puerta a las historias que llegarían después y Aure Gallego me prestó su pincel para ungir con versos las manos del artista anfitrión.

Una presentación cariñosa y cercana

Recitar con el abrigo puesto es la mejor forma
de poder quitárselo una después (lógico, ¿no?)
Y poco a poco, me fui poniendo cómoda, me quité la gorra, el abrigo, las botas... y me dejé llevar por la improvisación, arropada por el grupito (nutrido grupito diría yo, dadas las circunstancias) de amigas y amigos allí congregados. Recité poemas, algunos de memoria y otros elegidos al azar (o al azahar, que es lo único que le faltaba a esa noche que, ¡a 9 de noviembre! aún olía a jazmines) por el público entre las páginas de mis libros, conté  historias...

El pintor Jorge Megías, rodeado de su obra, contempla a la poeta
ante un público de amigos que hizo que la velada fuera cercana y cálida

Una cajita de cedro que contenía...
El tiempo parecía haberse detenido, no existía para mí, porque en ese instante era absolutamente feliz y en alas de la felicidad incluso me dejé llevar al territorio del cuento, convirtiendo en niños y niñas a todos los allí presentes, ¡y hasta cantamos!

¡Qué de gente! No está nada mal, para haber hecho la
convocatoria, inesperadamente, esa misma mañana
Era inevitable que en un momento un otro, todo aquello estallara en un hermoso abrazo.

Abrazos, abrazos, abrazos. Pero no al final,
no, eran necesarios antes de terminar
¡Gracias! Mil gracias a los conspiradores y a quienes vinisteis a verme (Jesús, José, Fran, Cármenes, Vicky, Álvaro, Dani, Irene...) ¡Gracias por este regalo inesperado!

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